Un mazo parece apoyarse contra mi sien. Mi lengua no para de moverse y mis glándulas salivales, de salivar. Diminutas avispas parecen picarme en la encía mientras siento la sangre correr, los latidos.
Parece una cruenta coreografía sin más motivo que el de entretener al rey de los Dolores. Don Lor I.
Me quedo tirado en el frío y emparrillado banco rojo del andén 2 de la estación de Cercanías.
Mientas me masajeo la sien, no aparto la mirada del elevado panel negro donde se anuncia el siguiente tren. Quedan 9 minutos. Cierro los ojos e intento trasladar mi mente a algo agradable. Los vuelvo a abrir.
Por el rabillo del ojo puedo notar la inquieta mirada de una mujer que está sentada a mi izquierda, muy pegada a mí. Va ya por su segundo cigarro. Al mismo tiempo, consigo retener el dolor en mi pie derecho, y de mi zapatilla parece que vaya a salir un alien de tanto mover los dedos. La mujer se creerá que tengo más mono que ella. Qué suerte la mía en ese caso.
En la vía de enfrente, un hombre nervudo no para de caminar de un lado para otro. Su camiseta, verde kaki, comienza a tomar colores sudorosamente oscuros al deredor de sus axilas y su espalda.
Tengo que dejar de mirarle, tengo que pensar en algo que no me altere, que no me inquiete.
Con una mueca inhumana y con la mano pegada al lado derecho de la cara, vuelvo a dirigir la mirada al elevado panel. ¡Aún quedan 9 minutos! Ni siquiera el tiempo está conmigo.
Qué injusto es: qué rápido pasa cuando no nos acordamos de él y que parsimonioso se vuelve cuando le necesitamos. Qué jodío, no sabe nada.
Otro latigazo. Este sí que es fuerte. Me ha dolido hasta a mí.
Descubro que pasar la lengua por la muela no lo va a aliviar.
Se me ocurre entonces que podría sacar la libreta y escribir sobre esto. ¡Eh, esa es buena, Dave!
Y empieza a hacer efecto. ¿Para qué necesitas analgésicos si puedes distraer el dolor imaginándotelo? Ni siquiera la música me ayuda esta vez: lo suave me resulta agonizante, como una muerte por asfixia; y lo que me parece más vivo no hace sino invitar a los nervios a ponerse aún más nerviosos.
En fin, hay dolores puñeteros, pero los de la boca se llevan el título de calle. Sólo basta con evitarlos.
Vaya, ahí llega mi tren.